Por Manuel Araníbar
Luna
Los que saben cocinar –no figuramos
en la lista— dicen que, a diferencia de la feijoada cuya cocción, toma varias
horas, preparar un asado es mucho más sencillo.
No hay que hacerle muchos adornos ni ponerle tantos aliños. Pensando en esas
dos viandas, hambrientos de triunfo, ambos equipos entraron a la cancha sin
almorzar, guardándose para la comilona que se venía.
Un tango de favela...
Los
platenses no se hacían problemas. Marcaban hombre a hombre y en muchos momentos
al estilo europeo (tres contra uno) y esto les bastaba para asfixiar a los
cariocas. Corrían como gacelas, chocaban como bisontes y peleaban como hienas. Y claro,
en el futbol moderno se juega así, nos guste o no. Mientras que al frente,
sorprendidos y sin lugar a la iniciativa, los cariocas no atinaban ni a ensamblar
un Lego de cuatro piezas. Armado hasta los dientes, Armani no pasaba sobresaltos,
y si los había los solucionaba con agilidad y reflejos felinos. Montiel se pegaba -inmoral y deshonesto- sobre el alero carioca, faltándole poco para morderle el
pescuezo. Martínez Quarta ponía la palanca en tercera metiéndole a todo brasileño que pasara por su
lado un solo de chamuyo sobre
libertad, democracia, y todas las demagogias de los políticos en elecciones. Entre
el pelado Pinola y Casco coceaban a Gabi Barboza a quien le creció la barba esperando
una chance de novio para meterla en la canasta. Y es que a Gabigol la parejita
platense no le daba ni una pendejécima de espacio, y con ello se extraviaba como
Steve Wonder en una selva de piernas de reses argentinas. Pobre Gabi, su
partido era un tango de favela, lamentándose como un huerfanito por su
abandono.
Aroma de parrilla...
River
proponía, Flamengo dudaba. River se enseñoreaba, Flamengo —maniatado— era un ternero
rojinegro con destino al matadero. Su dirigencia había invertido millones para
traer a sus cracks. Los cuatro de atrás, tan desubicados andaban que no se percataban
que estaban jugando una final. Es que los defensores de un equipo deben leerse
el pensamiento, soñar lo mismo, amanecerse (timbeando, burdeleando o estudiando) para saber cuándo saltar
la línea del offside, quién sale a marcar y quien le hace la cortina de nailon.
Y justamente ese poco tiempo de conocerse les juega una mala pasada, mejor
dicho una mala patada, la cual va a los pies de un platense que no pierde tiempo
y la juega en callejón oscuro a su
puntero que la saca hacia atrás para hacerla pasar entre tres cariocas que no
se hablan, no se miran, ni se reconocen mientras la chancha pasa por sus
narices con dirección a los botines de Borré que los vuelve borregos y manda el
bombazo que infla la canasta como paracaídas dejando a Caio duro como un callo
y a Filipe Luis bailando chotís, Gol
argentino y sus barristas cantan y saltan mientras se calientan las
parrillas. Al salir semiasfixiado de la
pirámide blanquirroja, Borré se levanta y da un saludo de soldado a su general
Gallardo. El aroma del vino de Mendoza y la carne entibiándose se filtra en las
pituitarias. Gallardo no está contento, quiere más:
—¡Pero che, apurensé y
metan otro gol que sha tenemo hambre, tenemo!
¿Qué
les toca ahora? Aguantar, obstruir,
morder. Mientras que los cariocas, sorprendidos, medrosos, pusilánimes, no
despegan esperando que la Divina Providencia les señale un huequito por dónde
meterse, como si más importante fuera remojar los frejoles en perol de barro. Obvio,
al final del partido los feijoes (porotos en Argentina) estarían todavía
crudos.
Una especie en extinción...
Para
el retorno, los argentinos aguantan, muerden arañan, contragolpean. Los
cariocas intentan por el centro, nada.
Por la derecha, ídem. Por la zurda, una que otra, pero Pitágoras ha dicho hace
dos mil años que nada por nada es igual a nada al cuadrado. La parrilla ya está
caliente y la carne empieza a soltar grasita que chirría tan fuerte como los
cantos de su barra. El Muñeco, hecho un Chucky, pide más gritos y su hinchada le obedece.
No
obstante, al fondo del túnel se le enciende una velita al DT luso Jorge Jesus. Se
juega su última carta de este póker abierto metiendo a un Diego que pretende,
como su tocayo Maradona, hacer travesuras. Y Diego el orfebre, Diego el artesano, Diego el ilusionista,
empieza a sacar conejos de la manga y pañuelos de la media. Ya exhaustos, pero llenos de confianza y
soberbia porteña, los platenses habían tenido su mano firme en el timón de un
equipo que se creía inhundible como el Titanic. Y, al igual que el infortunado transatlántico,
River empieza a hacer agua por las bandas, donde una especie en extinción
llamada Bruno Henrique se mete cimbreante entre varios argentinos, los deja
plantados como troncos, y suelta un pase en callejón (especialidad de los brasileños)
a su compañero que sin dudarlo la pone en el rectangulito del arquero que en este
momento es tierra de nadie.
Y allí un aparece un Gabinho resucitado como Cristo
al tercer día que la empuja y gol. Suenan las batucadas, los torcedores bailan sambas
y se contorsionan los zambos. El olorcillo a frejol con chorizo y costillas de
cerdo nos dice que hay que hay que ir abriendo el apetito con caipirisco (un mix de caipirinha con pisco).
La resurrección,
segunda parte...
Empate
sorpresivo. Así es el soccer, los millonarios se habían tomado la siesta (y no
por pereza sino por tanto trajín), ignorando el dicho “en el filo de la parrilla se quema el bife”
y soslayando el lema de James Bond “vive y deja morir”. Dos minutos después, un pelotazo adelantado va
a la candela. El pelado Pinola que toda la tarde había secado a Gabigol hasta
la inanición, lo descuida creyendo que el carioca agonizaba por deshidratación.
Ese fue su error. Gabi puede estar
amordazado y encadenado contra una silla y aún es capaz de meterla, y no le
pregunten por qué porque ni él mismo se lo explica. El ariete carioca, una
máquina de hacer goles, deja a Pinola
como perinola y mete un patadón salvaje que rompe las redes. Y hasta ahora el pelado se recrimina.
—¡Che Dios, por qué lo
resucitaste, si sha estaba morto, estaba!
Ya
la feijoada está lista. Derrotados y
desganados, los platenses abandonan el asado con tira y los botellones de vino.
Los cariocas se comen ambas viandas, se beben todo el vino y las caipirinhas y se
chupan los dedos cantando adeus.
Buenas noches.