miércoles, 10 de septiembre de 2014

Martha Hildebrandt no Tiene Poto

Por Gregorio Martínez

POTO, vocablo de origen quechua, antro redondo y túrgido en el castellano que hablamos los peruanos. Se acomodó, suave y meneadito, en todos los niveles sociales, en cada región geográfica. Dicha palabra, poto, es el nombre de una cucurbitácea nativa. Por artificio metafórico, poto resulta, a la vez, el apelativo coloquial del trasero humano. Pero, de modo inexplicable, poto no asoma su protuberancia en el volumen Peruanismos, de Martha Hildebrandt, que ya va por la 3a edición, Lima, 1994.
En efecto, el calepino de Martha Hildebrandt no tiene poto. Nunca meneó, la susodicha autora, el vocablo poto. Ni en Peruanismos, aparecido por primera vez en 1969, cuando todavía éramos virgo, y menos en Lengua culta (título anacrónico). Tan ostensible carencia huele a lo peor: autocensura y falso pudor. Pues, igual, el glosario mencionado omite palabras tan usuales como: cojudito, ortencio, guasamaya, guasamandrapa, chuchumeca, trola (en su significacion lúdica y perniciosa), etc.
Por suerte, y para honra del idioma castellano, poto sí figura en el tesaurus de la Real Academia. No importa, mientras, que la definición de poto sea pobrísima y cojitranca: "Vasija pequeña para líquidos". Eso bien podría ser una garrafa de vidrio maluco y burbujiento. Señoras y señores de la Real Academia, poto se llama en el área andina a la cucurbitácea cuyo fruto maduro y seco se usa como recipiente para granos y líquidos.
Aunque se le mire con segundas intenciones, Martha Hildebrandt no tiene poto. Seguro que más de un convenido argumentará que en todo caso tiene güevos. La verdad neta: tampoco. Ni en su Peruanismos ni en ninguna otra parte. Güevos con "g" de guerra es un peruanismo que requiere atención. Aquella leyenda de que Martha Hildebrandt tenía güevos nació durante el gobierno del general Juan Velasco, cuando ella trataba a carajazos a sus subordinados del Instituto Nacional de Cultura.
Hasta se creó un fantasma en torno a los supuestos güevos de Martha Hildebrandt. Periodistas del diario El Comercio, en el periodo que el gobierno capturó la prensa, estuvieron a punto de caer en desgracia. En una foto de primera plana, donde aparecían Martha Hildebrandt y varios ministros del régimen, de entre los muslos de la entonces directora del INC salía algo que amenazaba la parte posterior de un ministro. ¡Sabotaje! fue el grito. Se detuvo la impresión y se recogieron los ejemplares listos para meterles candela, pero ya algunos paquetes habían partido a provincias. Después de una aterradora investigación, quedó en claro que la causa era un deficiente secado de la foto.
Ahora preguntamos, si Martha Hildebrandt incluyó en su glosario el vocablo "calato", también de origen quechua, ¿por qué soslayó poto, que es el sustantivo natural para el mentado epíteto? En todo el Perú es corriente la expresión: poto calato. Al trepar al níspero para ocultar el sol con un dedo, la ilustre lingüista dejó el vocablo poto expuesto a los cuatro vientos de la rosa náutica. Vimos el queque. No había sido tan geometría plana de Euclides sino un poquito la elíptica de Georg Cantor.
¿Podría considerarse que el término poto constituye una vulgaridad, una obscenidad del habla? Más bien un eufemismo, alegaría alguien. Sin embargo, no parece que poto haya entrado al torrente del castellano coloquial como un recurso eufemístico. Esa función de colchón moral la cumplían bien los términos nalgas, posaderas, sentaderas, trasero y otras palabras pudendas. Mayores indicios muestran que poto arribó al castellano por razones de expresividad idiomática: humor, afectividad, metáfora.¡Que rico poto!
Tanta singularidad posee la palabra poto que hasta nos identifica como nación. Cierta vez que nos encontrábamos en el aeropuerto de Londres, en el mostrador de la British Airways para tomar un vuelo a Nueva York, escuchamos que una dama de aspecto europeo le decía a otra muy joven: "Pórtate bien, o cuando vaya te daré duro en el poto". Inmediatamente pensamos: peruanas. Efectivamente, había sido la familia Pisculich de Chaclacayo.
Quizás la ausencia de la susodicha palabra en el glosario aludido tenga explicación. La mayoría de los estudiosos del idioma ignoran qué cosa es un poto. Un real poto. Sea un potito o un potazo. Un poto soberano. Un poto pasable. Un poto chupado y pasmado. Ya que muchas veces la gente de libros piensa que poto, mate y calabaza son sinónimos. No. Cada cual es diferente y distinto.
El poto, casi siempre, tiene forma de botella con cuello largo. Y crece variado. Enorme, mediano, pequeño o diminuto. Como utensilio, al poto se le llama limeta. Aunque limeta (botella) sea un arcaísmo castellano de origen árabe. En aquellas comunidades donde se cultivan cucurbitáceas desde tiempos inmemoriales, cualquier niña o niño puede distinguir una mata de poto de una planta de mate dulce o calabaza, todo sin la menor vacilación.
Aunque se le soslaye en el siglo XXI, poto forma parte del repertorio de peruanismos desde el siglo XIX, cuando Juan de Arona (Pedro Paz Soldán) publicó su diccionario, en 1883. En la actualidad poto es un americanismo que extiende su uso por toda la región andina de Sudamérica. Y si en inglés no existiera la palabra "buttock" para nombrar el trasero y así evitar el coprolálico "ass", poto ya habría extendido sus dominios también hacia el norte. Sería, entonces, el segundo quechuismo cosmopolita en lengua anglo, después de charqui (jerky). Estamos seguros que tanto el Webster's Dictionary como el Oxford English Dictionary, ambos con un repertorio de más de 300 mil palabras, habrían recibido al vocablo poto con los brazos abiertos. No con la reticencia del lexicón paupérrimo de la Real Academia, que apenas registra 88,431 términos (22a. edición).
La existencia de la cucurbitácea poto se remonta a la etapa formativa de nuestra agricultura, la revolución del neolítico. Posiblemente el poto sea contemporáneo del pallar, conocido internacionalmente como "lima bean" (frejol de Lima). En Huaca Prieta, en el valle de Chicama, al norte de Trujillo, donde Junius Bird encontró el pallar en uno de los asentamientos humanos más antiguos del Perú, ahí también ya había poto.
Pero, aunque resulte increíble, el poto no se come. Ni siquiera cuando está tierno y lozano, con lustre de porcelana china. No se come porque hiede. Lo cual puede ser signo de que contiene alguna ponzoña. Algunos arqueólogos y estudiosos creen que no se come porque es utilitario. El mate dulce y la calabaza también son utilitarios, aun con usos más diversos, pero ambos se guisan cuando están tiernos. Posiblemente los habitantes de Huaca Prieta, hace 8 mil años, ya comían calabaza y mate dulce en guiso picante con camarón y chanque.
Al madurar y secar, ahí sí, calabaza, mate y poto adquieren casi la misma consistencia. Un cojudito, pocillo que se usa en el norte para servir chicha o clarito, puede ser de cualquiera de las tres cucurbitáceas. Una lapa o plato, que generalmente es un mate cortado en dos, puede elaborarse también de una calabaza o de un poto. Así mismo, los finos trabajos de burilado se ejecutan en cada cual. Las dulceras chinchanas de frejol colado usan mates y potitos para envasar el delicioso producto. Pero el güiro de cumbiamberos y salseros suele ser siempre una calabaza. Esta situación es la que ha confundido a muchos estudiosos que usan calabaza, mate y poto como términos equivalentes.
Poto como sinónimo de culo, muy pocas veces aparece en la escritura formal. Es una palabra que pertenece a los ámbitos de la oralidad. Por tanto, carece de prestigio. Esa es la causa de su extraterritorialidad y de la reticencia del diccionario para consignarlo. Tarde, algunos doctos aún quieren que poto permanezca en los extramuros del idioma. Esto concuerda con el anacronismo de Martha Hildebrandt, que piensa que la lingüística todavía puede hablar de lengua culta.



1 comentario:

  1. jajaja. un poco vulgar el post, pero de veras me ha hecho reir. Y gracias Don Goyo por desasnarnos con sus ácidos articulos

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