jueves, 7 de octubre de 2010

LA CHALACA Y SU ORIGEN (A PROPÓSITO DE UN GOL DE JORGE "EL CAMELLO" SOTO A ROSARIO CENTRAL).



Escribe: MANUEL ARANÍBAR LUNA

Como impulsado por un inmenso resorte, como una honda humana, aquella noche el Camello Jorge Soto, entre el área grande y la chica y de espaldas al arco rival, al recibir desde la derecha el centro con trayectoria enroscada, se elevó al estilo Fosbury como para pasar por encima de una imaginaria varilla de salto alto. y cuando la robusta y pizpireta pelota llegaba a la altura de su cabeza le metió tal fogonazo, tal catapultazo de jai alai, tal gatillazo de pinball gigante, que la mandó al fondo de la telaraña, dejando al arquero de Rosario Central más tieso que hocico de fumón. Fue la chalaca internacional que le faltaba al Camello para consagrar su gol como el mejor de la Libertadores de ese año.

Y esa chalaca de antología mundial trae a colación algunas reflexiones.

El término ‘chalaca’ es más peruano y más antiguo que ‘mañana te pago’. Siempre se ha usado a nivel de barrio pobre, en broncas a la salida del colegio fiscal, en los potreros y en cantinas de barrio.

ORIGEN REAL (Y NO PROBABLE)

El criollo peruano tiene una manera de pelear original y diferente a todas partes del globo. El criollo se mecha con la técnica del mitrazo, el sorpresivo cabe (o zancadilla), el combo, la efectiva patada, el defensivo planchazo, la definitoria ‘pesada’ (llamada también contrasuelazo), el mañoso rodillazo y la acrobática chalaca. Esto, que para nosotros es tan recontra natural como un jugo de papaya, al extranjero le causa - además de una sorpresa- un hematoma.

Por ejemplo, el Jet Alberto Gallardo, Gonzales Pajuelo, el Chito Orlando la Torre, con todos sus compañeros cerveceros, rompieron varios rostros de jugadores de Boca Juniors, aplicando elásticas chalacas en aquella famosa bronca de la Bombonera (¡quién tendrá el video! ¿La Fox?)

Y bien, el término ‘chalaca’ en grescas callejeras viene desde el siglo XVIII y muy probablemente desde antes y se refiere a la manera de pelear de los chalacos: la patada voladora dirigida al abdomen, al tórax y, en el caso de los mejores peleadores – al rostro del contrincante, dependiendo de si la chalaca la recibe Chiquito Flores o Hildebrandt.

La relación es muy sencilla: los ingleses trajeron el fútbol al Callao a fines del siglo XIX; y sus primeros alumnos fueron los chalacos. Además, los británicos observaron desde los muelles (y quizás experimentaron en carne propia) cómo los chalacos lanzaban sus patadas voladoras en los pleitos callejeros. Y casi simultáneamente los vieron jugar pelota. Un jugador chalaco metió gol de chalaca y allí se juntaron, como poto y calzón, como congresista y cutra, como cebiche y resaca, la chalaca del pleito callejero con la chalaca del fútbol. Y sanseacabó porque ambas son hijas del mismo papá chalaco.

Como es inveterada costumbre nacional, aquí el origen de la chalaca, al igual que el hijo de Maradona, nunca fue registrado. Ahora bien, las primeras chalacas documentadas en el futbol peruano fueron las que hacía Alejandro Villanueva. ¿Pero qué sucedió? El que la distorsionó fue un periodista deportivo recontra sano a quien -quizás por crear una definición original - se le ocurrió llamarla ‘caracol’. O posiblemente dicho periodista no tenía la lleca de la que tanto alardea Phillip Butters (quien conoció la calle jugando bolitas en la vereda de su house).

Y a la pobre y misia chalaca se le cambió de nombre, pero solamente en el ámbito periodístico. Hasta el mismo Nicomedes Santa Cruz cayó en el juego cuando en una de sus décimas escribió:

“…un caracol de Manguera

El arco pasa rozando…”

Sin embargo en las calles, potreros y tribunas el aficionado siempre gritó: “¡gol de chalaca!”

En las redacciones se pedía que en el deporte de las patadas se utilizara un lenguaje serio y formal. Y los periodistas ‘sin esquina’ – buscando originalidad e ignorando que, precisamente, el término ‘chalaca’ se transmitió de las peleas callejeras a las canchas y no a la inversa continuaron llamando ‘túnel’ a la huacha, y ‘caracol’ a la chalaca para no asociar estos términos – chabacanos para ellos - con el fútbol, un deporte que no se había formado en jardines palaciegos sino en los campos, pateando vejigas de carnero cuando no cráneos de enemigos (esta última costumbre aún sigue vigente).

La palabrita pegó inclusive a nivel latinoamericano. Se la ha propalado en Ecuador, Colombia y Venezuela. Y hasta hace unos 25 años los mismos periodistas chilenos le llamaban chalaca. Y ahora, con la disputa por la paternidad del pisco, el cajón criollo, el cebiche, la chirimoya, la uña de gato y el suspiro a la limeña se ha formado tal arranchadera de nombres que los vecinos del sur se sienten con derecho a llamarla así.

Lo que sucedió con la chalaca en el extranjero fue que un español nacionalizado chileno metió un gol así y desde ese momento en el extranjero se le llama chilena. Y que digan lo que se les antoje. La chalaca ha sido, es y será peruana. Y punto. ¡Y no va a chel!


PEDRITO RUIZ, EL MAGO

PEDRITO RUIZ, EL MAGO.

POR MANUEL ARANIBAR LUNA

Dos pequeños gigantes hicieron tardes de gloria con la camiseta color cielo. Ellos eran Pedro Ruiz y Jorge Hirano. Huaralinos ambos, ralos y pequeños ambos, a ojo de buen sabelotodo estaban más para pichanguita de tres contra tres entre calichines en pista de barrunto que para pisar el tapizón verde de los grandes. Los dos huaralinos, una vez vestidos de corto, hicieron morderse la lengua a esos sabelotodo que piden que los jugadores tengan una talla mínima de metro ochenta. Ambos cracks, cuyas estaturas arañaban con las justas el metro sesenta, se convertían en dos gigantes que no la rompían (eso es para los brutos): la desfloraban finamente con bisturí y anestesia en noventa minutos.

Entre ambos arreglaban las cosas en un click. Resucitaban al Cristal en partidos que ya se daban por perdidos, con un par de jugadas que aparecían de la nada.

Pedrito era el trotador, Koki era el fondista. El primero era cerebral, repentista, improvisador, amo de los tiros libres y de las jugadas inexplicables e impensables. Koki era el sprínter en carrera de vallas que eludía rivales con la velocidad de un antílope. Pedrito diseñaba, Koki concretaba, o viceversa, lo cual enloquecía a los rivales. La pizpireta pelota, tramposa entre dos amantes, iba bailando, movidita y salsera, del empeine de uno al pecho del otro, del lanzamiento de uno a la volea del otro, hasta llegar exhausta y paleteada de caricias a la telaraña de piolas, burlándose del manotazo del arquero que se ahogaba en piscina sin agua.

PEDRITO RUIZ, UN MAESTRO

Por el equipo de La Florida han desfilado jugadores cerebrales como el Cabezón Mifflin, Julio César Uribe, su tocayo Antón, el Chorri y el Loba. (Y discúlpenme el resto porque en estos cincuenta y cinco años ha habido buena cantidad). Pedrito Ruiz pertenece a esa legión de exquisitos. Pedrito El Mago la tocaba finito, como con pluma. Tenía un toque tan elegante que la dominaba por destreza y por gentileza; la convencía a punta de caricias porque la conocía desde mocosa, le sabía sus secretos y mañas y la sabía tratar como a una reina. La escondía de toda la sapería y se la entregaba al compañero en cucharita de plata. No daba pases en callejón sino en quinta con reja de aluminio. A los defensas más feroces los dejó en ridículo con unas pisadas de pelota que ya quisieran las gallinas de sus gallos, con huachas de acero inoxidable, con tacos Makarios y con escandalosos sombreros de Catacaos. La lanzaba con efectos especiales en tiros libres que dejaron paralíticos a los arqueros más rankeados.

Ahora bien, valgan verduras, Pedrito, a lo mucho, transpiraba sólo unas cuantas, porque era tan ralo que se podía derretir por deshidratación; no bajaba a ayudar a la defensa ni para hacer barrera en los tiros libres (además la pelota pasaría fácilmente por encima de él); tampoco le quitaba la bola ni a un escolar. Sólo chambeaba con la pelota en los pies. Era muy poco de correr y mucho de trotar. La esperaba parado y las pelotas salían de él con el mínimo esfuerzo. Los genios no necesitan de más. No se ponía el overol porque ya tenía puesto el frac; además pensar cansa tanto como correr. Baldor y los defensores contrarios creaban problemas, Pedrito los resolvía.

¾ Para qué perseguirla - decía - si ella siempre regresa a mí, como atraída por imán.

Y era cierto, Pedrito era un brujo que la tenía hechizada. Por sus actuaciones a nivel de la Libertadores fue alabado y tentado por equipos extranjeros en la remota época en que en el Perú sobraban los creadores, como Challe, Mifflin, Cubillas, Sotil, Cueto. Pedrito el Mago no tenía nada que envidiar a los mejores de Sudamérica. Como bien se ha dicho, lo que hacía Cueto con la zurda, él lo hacía con la derecha. Y basta ya de comparaciones: Al César Cueto lo que es del César y a Pedrito la Basílica de San Pedro.

Pedrito se burlaba de los macheteros porque sabía burlarse de ellos, no le corría a la leña, ni aquí ni en el Centenario. No le temía a nada. Bueno, a casi nada: le tenía pavor a subir a los aviones, fobia que impidió su triunfo en el extranjero, tanto así que - justo él que es el rey del toque - no se atreve a tocar ni siquiera los juguetes con alas. Anécdotas hay muchas sobre su famosa fobia: sus escapadas del aeropuerto, sus desapariciones del mapa por varios días para reencontrarlo en interminables pichanguitas en la tierra de las naranjas, la aplicación de sedantes para no tener que subirlo al avión con camisa de fuerza. Aquella fobia le marcó un futuro con el sello inexorable de “pudiste llegar a las galaxias”, pero quienes lo hemos visto le decimos:

“¿cómo vas a subir a las galaxias si tienes miedo subir hasta a la Montaña Rusa?” Con lo que has hecho basta, Maestro.

(El próximo tema tratará sobre su complemento: Koki Hirano).

POR ALGO EL CIELO ES CELESTE

Escribe: Omar Dante Araníbar


Omar Dante Araníbar Díaz (1978 – 2005), fanático celeste desde siempre, escritor, ganador de juegos florales sanmarquinos, en esta inolvidable obra narra dos triunfos simultáneos: el amor de Vania y la obtención del titulo 2002. Desde la tribuna de arriba, en las buenas y en las malas, con la misma camiseta celeste con la que salió en hombros, sigue despidiendo adrenalina con los bajopontinos junto a Alberto Gallardo,el viejo Balerio, Gianfranco Espejo y la familia Bentín. Por algo el cielo es celeste.

Dos Agujeros en la Celda
Las calles de Santa Beatriz están ahogadas de gente. Celestes. Cremas. Caminamos por Petit Thouars esquivando bocinazos. Tú. Yo. Él. Como siempre. Bueno. Así es. Qué puedo hacer, pienso. Allí está el Estadio. Oscuro. Agitado. ¿Las entradas? ¿Trajeron sus entradas? Yo sí. Yo también. ¿Tú? Claro, acá está. Por aquí todos son hinchas de la U, así que por favor, le digo a él, por favor no hagas tonterías. Sí, sí, por favor dices tú. Nos echamos a buscar un lugar donde descansar. Este clima es impredecible, pienso. Y caminamos los tres juntos, otra vez. Claro, él siempre al medio ¿Estorbo? ¿Ayuda? No sé. Sólo sé que no quiero que se vaya, me muero de miedo de estar a solas contigo. Y a la vez quiero que desaparezca, para que me hables y me mires solamente a mí. Oscurece. A lo lejos el sol se hace negro y aquí el viento nos sacude. ¿Acá está bien? ¿Dónde? Acá, en el jardín de Industrial, donde estuvimos la semana pasada. Bueno. Sí. Así que nos sentamos sobre el pasto helado y me provoca un cigarro. Sólo tengo cincuenta céntimos. Qué importa. Estoy nervioso. Deme un Montana, por favor. Gracias. Subimos las escaleras corriendo, como siempre se hace cuando entras al estadio. La cancha: lo primero que vimos. ¿Y ahora dónde nos sentamos? Y miramos hacia arriba, los tres al mismo tiempo, buscando un lugar cómodo. ¿Por allá? No, está lleno. ¿Allá? No, muy cerca de la popular. Así que subimos a oriente alta ¿Qué hora es? Cinco para los ocho. Ahorita deben salir a la cancha. Bulla. Ahí está Bonnet. Ahí Julinho. Sale el campeón, sale el campeón. ¿Y las gallinas? Gritan cuando sale Carranza. Silbamos. Insultamos. Nos sentamos. Y otra vez él en el medio. Canta una de Sui Generis, le pido. Entra, sos bienvenida a casa, etc. Y ahora una de Los Rodríguez, dices. No me la sé, mejor me echo y que ellos sigan cantando, pienso. ¿Celos? No, él es mi mejor amigo y ya le conté lo que siento por ella ¿Y ella? No sé. Siempre anda con él, le celebra sus bromas y ahora están cantando. ¿Celos? No, no creo. ¿Celos? Sí, carajo, celos ¿Y? Me acuesto y la hierba puntiaguda me raspa el cuello, la cabeza. Terminen de cantar de una vez, pienso. Cierro los ojos. Empieza el partido. El pincel. Zegarra. Que par de apáticos. Tú eres, Julinho. O tú, Camellito. Se va la “U”. Se va la “U”. Cierro los dientes y bien. Erick la tapó. Que el equipo está jugando mal, que falta Pingo, que la volante no arma, que las gallinas siempre se nos crecen, decimos. La tiene el cholito y su pase encontró a un desconocido que pateó y la hizo entrar. Silencio. Norte estalla. El que no salta es un pavo de Cristal, gritan. Te miro hacer tu boquita como sólo tú la sabes hacer cuando estás molesta. Cómo nos van a ganar. Y con esa barrita, dices, frunciendo el ceño, cerrando tus manos sudorosas que muero por tocar. No se me caigan, esto recién empieza, pienso. La Bala corre por su lado. La para. Centra. Mano. Penal. Saltas. Gritas. Te alegras. Yo y él, igual. ¿Quién va? Bonnet. El pelado nunca nos falla, digo. Y se para. Y corre. Y patea. No, pelado. ¿Por qué justo hoy nos haces esto? El que no salta es un pavo de Cristal. Tengo ganas de orinar. El frío. Los nervios. El baño de Biología está cerrado, así que me voy por al frente, está oscuro. Veo a lo lejos sus siluetas agazapadas junto a un arbusto esquelético. Camino hacia ustedes y los veo echados, con los ojos cerrados. ¿Me echo a tu lado? Sí, me echo. Y por primera vez en mucho tiempo escucho como respiras, veo tu cabello confundirse con la hierba. Miro al suelo, escupo y maldigo. ¿Por qué siempre nos pasa esto con las gallinas? Tú has ido al baño porque ha terminado el primer tiempo. Él y yo conversamos. La verdad, no lo escucho. Sólo pienso en ti y en tu polito celeste. Pequeñito. De tu tamaño. Pegadito a tu cuerpo. Y vuelves. El baño está cerrado, dices. Pobrecita, pienso. Te las tendrás que aguantar, digo. Y río. Te sonrío. Pero tú andas más preocupada en encontrar un baño. Tan preocupada que no me miras. Bueno, en el segundo tiempo le volteamos el partido, digo. Y empezamos a fumar uno, dos, tres cigarros. Uno cada uno. Tengo frío, dices. Y supongo atribulada la piel de tus hombros. No es la primera vez que tengo ganas de abrigarte. ¿Recuerdas cuando íbamos al parque de junto al gimnasio? Toma mi chompa. Y tú ¿No tienes frío? No, digo, autosuficiente, mientras se me congelan los huesos. Mi chompa ya está calentándote los brazos y la brisa de primavera hace todo lo contrario con los míos. Cierras los ojos. Duermo, pienso. Como siempre, despertarás muy de noche, te refregarás los ojos y caminaremos los tres hasta La Mar, a que tomes tu micro. Y no te veré hasta mañana, al mediodía. Escondo los brazos dentro del polo y me echo junto a ti en el preciso instante en el que decides darme la espalda. Cuando arranca el segundo tiempo ya no está Julinho. Más bien lo veo al chiquillo Rodríguez ahí, pegado al Cholito. Y la pelota se enreda una y otra vez en chimpunes, medias, piernas. La “U” ya se cansó, digo, se han tirado atrás. ¿Tú? Has puesto a descansar el rostro en las palmas de tus manos. El tiempo pasa y a nadie le da la gana de hacerla entrar al arco de Ibáñez. Pero te levantas y te vas. ¿Dónde? Al baño, dices. Él está cubierto por la envoltura de la guitarra. Tibio. Ahí vuelves, luego de unos minutos. Y antes de que alguien lo note acorto el espacio que nos separa a mí y a él para hacerlo más estrecho, a la medida de tu cuerpo. Ojalá te animes. Ven, échate aquí en el medio, dice él. Tú dudas. No quieres, creo. Pero ahí vienes. Y ya estás protegida por nuestros cuerpos, bocarriba. El cielo violeta es lo único que ven mis ojos, que, además, son los únicos abiertos. ¿Y tú? Dormida. O con sueño. Pero lejos, muy lejos de mí. Voy a orinar, digo. Molesto. Intranquilo. Enredado. Corner de La bala y agarra Ibáñez. Saca. A Paolo, a Paolo. El Charapa ya oyó y no deja que Paolo la toque. Bien Charapa. Zegarra se la quita y la mete con comba, al charco de cabezas. Una la empuja. Pelota y red juntas. El Camello circunda el arco con los brazos encogidos y la boca bien abierta. Su gol. Nos abrazamos después de mucho tiempo, pero, lástima, no estamos solos. Hay veinticinco mil personas rodeándonos. Y uno de ellos estrangula nuestro abrazo, que tuvo que ser más abierto de lo que yo quería. A saltar. El que no salta: una gallina. Te mueves. Me muevo. Se mueve. Gritamos. Saltamos sobre las bancas de madera apolillada. Vuelvo cansado. Cabizbajo. Me siento sobre el césped junto a ti, te doy la espalda ¿Pensando en qué? En todo y en nada al mismo tiempo. Tu voz pronuncia mi nombre ¿Qué? No, no tengo frío. Tú sí debes tener, porque has encogido tus piernas hasta hacerlas rozar con mi cintura. Debe ser el frío, pienso. Gracias frío, pienso. Me estás tocando. Volteo a ver mi mochila que hace de almohada y aplasto mi nuca contra ella. Ahora sí que estamos cerca. Tus ojitos descansan detrás de tus anteojos, que recogen el brillo de los faros de la universidad. Tu mano, la derecha, dista poquísimo de mi rostro. ¿Me acerco? No, pero por lo menos te acaricio la mano con la piel de mi cara, pienso. Mi pecho explota al sentir ese pedacito frío de piel que cumbre tu dedo. De ahí para adelante no pasó casi nada. Ah, verdad. El pelado se la perdió solito, no es tu noche, pelado. Nada más. El árbitro coge la pelota y todo termina. ¿Campeonamos? No sé. ¿Campeonamos? No sé. ¿Campeonamos? No, el de Alianza no termina, dice un tipo con audífonos, faltan cinco. A sufrir. Cigarros. Cigarros. ¿Dónde están los que venden cigarros? Deme tres. Uno para ti, otro para ti y el otro para ti. ¿Por qué el tiempo se hace tan espinoso? Porque no es el tiempo real, es nuestro propio tiempo. El aire se atropella dentro de mi cuerpo. Mi garganta se seca hasta arder. Es que nuestros rostros no habían estado así de cerca desde hace mucho. Él se levanta, nos mira, hace puchero. Suspira. Que tiernos, dice con voz aflautada. No escucha, felizmente, las maldiciones de mi mente. Se vuelve a acostar. Algo dice, no recuerdo. Pero lo mejor que hace es volver a echarse, a cerrar los párpados y a meterse dentro de su abrigo. El sofocón me hizo separar de ti, de tu mano. ¿Me vuelvo a acercar? Pienso. No sé, que pase un ratito. ¿Cuánto falta? Uno. Menos, no falta nada, ya son cinco minutos. ¿El tiempo adicionado? Siete minutos. Insultamos a Hidalgo. Los jugadores corren y se hunden en el camarín. Un matorral de fotógrafos cubre los ruegos de Erick y del Camellito. Las gallinas se van, no nos quieren ver campeones. ¿Campeones? ¿Cuántos faltan? Todavía cinco. Cigarros, más cigarros. Tú, yo, él y varios más rodeamos al tipo de los audífonos. ¿Ya? Nos muestra la palma de la mano abierta. No, todavía no. El humo me aprieta la garganta, pero ni por eso dejo de aspirar. Sí, me digo, quiero que me acaricie, quiero acariciarla. Y nuevamente recuesto mi sien sobre tu dedo. Y la empiezo a mover despacito. Esto ya es bastante, es demasiado. Mis piernas se agitan cuando siento otro poquito de tu piel. ¿Se mueve? No, yo soy el que me muevo. Y así va aumentando el movimiento. ¿Tú? ¿Yo? Creo que los dos. Y así va creciendo tu piel ¿Un dedo? ¿Dos? No, ya son más. Y el movimiento se hace débil. Ya. Ya son siete, grito. Nada, no lo quiere terminar. Estoy a punto de ver por primera vez a mi equipo campeón. Claro, en el estadio, la última vez los vi por tele. El día del Tri. La bronca con las gallinas. Año mil novecientos noventa y seis. Hace seis años. Caminas sobre tu sitio. Te muerdes un dedo. ¿Sufres? No, sufrimos todos. Que lo termine, que lo termine, grita él, como si lo fueran a escuchar. Que bello es sentir tus caricias. Más bello aún es mirarte. Y más aún ver cómo me miras, cómo nos miramos. Ese segundo se nubla en mi mente. No puedo liberar los brazos de dentro de mi polo, para abrazarte, cómo tú lo haces ¿Beso? ¿Mordisco? No, eso y más, mucho más. Eres tú, es tu boca la que se acercó a la mía y la calentó, la humedeció. Ahora sí tengo los brazos libres. Y luego te atrapo para no dejar que te vayas, para que el beso no termine. Un chorro de gente sale del camarín con los brazos arriba. Terminó, grita el de los audífonos. Y los tres hicimos un tronco vibrante, retozante, ruidoso. Son seis años que esperamos para ver a la avalancha celeste correr la pista atlética del estadio. Y ya lo ven, y ya lo ven, somos campeones otra vez. Pensé que no te volvería a besar, es lo primero que dices. Hacía cuánto tiempo esperaba este momento, pienso ¿seis meses? No ¿Un año? ¿Dos? No ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? Un poquito más. Ah, ya sé. Veinticuatro años, dos meses y unos cuantos días más, pienso.
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Omar Dante Araníbar Díaz

JULINHO, EL CORRECAMINOS CELESTE


JULINHO, EL CORRECAMINOS CELESTE

ESCRIBE: MANUEL ARANÍBAR LUNA

Cuando llegó al Perú Julio César de Andrade Moura, Julinho para más señas, era un perfecto desconocido. Luego de pasar por el Defensor Lima fue contratado por el Sporting Cristal. Desde ese momento nadie lo pudo olvidar, en especial quienes fueron sus marcadores. Era su rostro inolvidable también porque, dada la longitud de su apéndice nasal, cada vez que besaba a una chica lo denunciaban en la comisaría por desfiguración facial. Y cuando caminaba por las calles tenía que tocar una bocina dos metros antes de voltear la esquina.

Era un jugador imposible de anular debido a su cintura de goma y a su impredecible ruta hacia el gol. Sus arranques y paradas aturdían al más seguro de sus marcadores. Gambeteaba por cualquiera de las dos puntas. Era un trompo carretón en el gramado. Era el Correcaminos burlándose del Coyote. Un malabarista. Un prestidigitador, un Chris Angel con camiseta celeste que hacía lo increíble. Un bailarín de samba mezclada con festejo. Era la quimba y el taquito. La parada de pecho y la volea. La bicicleta y el zapateo. Apenas recibía a la tramposa hacía con ella lo que le daba la gana: la paraba, la sentaba sobre sus rodillas, le daba su tatequieto, la acariciaba, la peinaba con raya al medio, la cuchareaba, la escondía entre sus piernas para ponerla a salvo de los chimpunes rivales que la querían hacer suya. Y cuando se aburría de ella simplemente la ponía donde quería, al alcance de un compañero o un poquito más allá, la mandaba a dormir al fondo de la telaraña, despertando así el rugido de la fanaticada y las mentadas de madre de los hinchas rivales. En cualquier lado de la delantera hacía maravillas. Se jugaba la vida en cada partido, como si cada encuentro fuera una final. Y si, por alguna lesión o suspensión, no salía al gramado, seguía los partidos comiéndose las uñas y jalándose los pelos. Hoy en día, retirado y con diez centímetros menos de nariz, sigue sufriendo en la tribuna de la misma forma por el equipo celeste de sus amores.

Victimas tuvo a montones: Al Cuto lo convirtió en Robocop. Al Cheta lo hizo caminar como cangrejo. Y la tartamudez de Carranza se debe a que nunca lo pudo alcanzar. Dicen las malas lenguas que Carranza siempre habló perfectamente hasta que le tocó marcar a Julinho: fue su desgracia. Se le trabó la columna, las piernas y hasta la lengua:

- ¡Ete… ete.. ese narizón me para haciendo cachita, pe! ¡Eteee.. ¡El día que lo pesque, … ete… yo lo gua abollar, pe!

Pero nunca lo pescó.

Julinho es un personaje carismático. Todos los recuerdan con cariño, menos Mac Allister, el marcador de Racing de Avellaneda. Aquel partido contra Rácing en esa histórica jornada por la Libertadores de 1997 fue la pesadilla del pelado.

Previamente, el colorado, luego de ver todos los videos de los partidos del Cristal, fanfarroneó como lo hace el típico argentino.

- Che, ¿y ese fantoche quién es? Ese papagayo no existe, es una sonaja. ¡Lo via sacar del partido de un solo guadañazo, lo via sacar!


Imitando al Coyote, enemigo del Correcaminos, el pelado hizo mil planes detallados para anularlo. Pero cuando lanzaba el guadañazo quedaba bailando con un pie en el aire como bailarina de ballet. Pobre pelado, quedó convertido en el troncomóvil de los Picapiedras. El quimboso Julinho le hizo tantas huachas que los recogebolas hicieron su agosto vendiéndolas a la ferretería. Patinó como si estuviera pisando huevos sobre aceite. Luego saltó en dos pies como en carrera de encostalados. La cintura se le retorció como tirabuzón. Pobre pelado.

El pelado bramaba, mentaba la madre, escupía. lanzó varios guadañazos con toda su furia gaucha. Pero –como dicen los impotentes- no siempre querer es poder. Lo único que chapó el pelado fue el aire y, eso sí, podó el pasto contra su voluntad -y gratis-, pero a su enemigo número 1, al Correcaminos Julinho nada lo pudo parar. El DT che mandó a que lo marquen entre dos. Nada. Luego vino uno más y les fue peor: los tres defensores juntos bailaron reggaeton pegaditos. El entrenador che lloraba de una impotencia que no se cura ni con viagra. Los de la banca de suplentes le lanzaron cáscaras de plátano, le mojaron el pasto hasta ponerlo barroso, pero Julinho era tan rápido que ni tocaba el grass. Pobre pelado.

Al finalizar el partido, Mac Alister echaba espuma (cervecera) por la boca. Se lo llevaron con camisa de fuerza directo a ponerle calmantes y a enyesarlo. Pobre pelado. Cuando pasen por el manicomio Borda de Buenos Aires y vean en sus jardines a un loco tieso blandiendo una guadaña de juguete regálenle fruta: ese es Mac Allister. Pero no se les ocurra mostrarle la foto de Julinho.